lunes, 25 de mayo de 2015
sábado, 23 de mayo de 2015
viernes, 22 de mayo de 2015
[Sin título]
En
la Semana Santa de 1990 viajé con la familia a Francia invitado por un buen
amigo inglés. Jeffrey Alwood, profesor de sistemas informáticos en una
universidad de Londres.
Jeff
había comprado los restos de lo que había sido una hospedería – refugio –
hospitalillo de peregrinos durante la
Edad media, en una localidad cercana a Angulem en el centro de Francia. Lo
había comprado por una cantidad de dinero insignificante. Al menos así me
pareció a mí entonces. Más cuando en el lote entraba una finquita como de una
hectárea. También es verdad que el edificio necesitaba una reparación muy
costosa para acomodarlo a las necesidades del siglo XX.
Allí
nos acomodamos con un talante de buena voluntad que suplía las carencias del
albergue. Bien es verdad, que convivir con amigos entrañables hace que todo
resulte grato y placentero.
El
hijo varón de Jeff y Jaqueline Gully, tenía entonces veintidós años y estudiaba
en Oxford. Hoy es probablemente el mejor saxofonista de Europa. Era y es
enormemente extrovertido y jovial. Por las noches bajábamos los dos al
semisótano donde había una amplia estancia abovedada y una gran chimenea. En
aquel ambiente medieval, liquidábamos una botella de vino mientras
dilucidábamos si eran mejores sus teorías socialistas o las más liberales, si
tenía razón Keynes o Popper.
Un
día vino a visitarnos Richard Duggan director del Barclays Bank que tenía una
mansión en las cercanías. Jeff, Duggan y yo nos liamos a comentar la “Oración
fúnebre de Pericles”
¡Ahí
es nada, el alarde de cultura!
En
estas estaban las cosas cuando se me cayó una chispa del cigarrillo en el
muslo. Me levanté, al tiempo que lo sacudía y dije “Me cago en la leche”.
Jeff,
que sabía poquísimo español lo entendió. ¡Vaya por Dios! Me dijo en inglés
“What’s wrong with you? Jon said “I shit on milk” (¿Qué te pasa que has dicho
me cago en la leche?).
Duggan
me miró atónito ¿Cómo era posible que una persona educada y culta dijera
semejante guarrada? Quizás hasta pensó que por qué precisamente en la leche y
no en la macedonia de fruta.
Puestos
a decir ordinarieces escatológicas…todo cabe.
Fue
la primera vez en mi vida que me di cuenta de que cuando usas determinado
lenguaje en tu vida cotidiana, en el medio que te es familiar, ocurre que
terminas utilizando expresiones que, fuera de ese ámbito tuyo habitual, suenan
escandalizantes.
Cuando
en un partido televisado que yo presenciaba en un pub de mi calle en Madrid un
árbitro asturiano dijo “Rafa, me cago en mi madre” la sensación que generó, fue
similar a un cañonazo en la ventana. AL pobre hombre se le olvidó que España no
es la Cuenca Minera de Asturias.
Cuando
en la Cuenca son multitud los que llegan a decir “Me cago en tu puta madre” no
se percatan de la inmensa brutalidad de tal expresión. Hasta ese punto ha
llegado la degradación del lenguaje que, en este caso, no es sino una muestra
más de la degradación de una sociedad avejentada, amoral, enferma y envilecida.
El
último año que di clase se había puesto de moda una frase estúpida y
maloliente. Se me ocurrió combatirla. Los alumnos tenían entre diecinueve y
veintitantos años. Los que tenemos cierto instinto para la comunicación sabemos
que, limitarse a verbalizar, no es muy eficaz. Que lo ideal es teatralizar lo
que quieres explicar. Cuando comienzas una explicación de forma llamativamente
extraña ya estás captando la atención del oyente. Como me interesaba que se les
quedara bien grabado en sus mentes lo que yo quería decirles, hice lo siguiente:
fui a la enorme pizarra que había en clase y, con una tiza tracé una raya
vertical que lo dividía en dos espacios. En el primero escribí las siguientes
frases.
1 - Nos puso un
examen…
2 - Lo pasamos…
3 - En ese sitio
se come…
4 - Me echó una
riña…
5 - Nos metimos
en un lío…
Y
al lado escribí 30 o 40 adjetivos, susceptibles de ser empleados para completar
las frases.
Todo
esto en silencio. Me senté y dejé que la intriga se apoderara de los alumnos.
La clase era de inglés comercial y, lógicamente, se preguntarían a qué venía
eso. Me volví a levantar y fui a la pizarra y con el borrador quité todo los
adjetivos que había. Me volví a sentar.
Dije:
Os preguntaréis porqué he borrado todos los adjetivos y os respondo que, para
vosotros todos están de sobra y los habéis sustituido. En ese momento me
levanté, fui a la pizarra y donde estaban los adjetivos escribí “Que te cagas”.
La
reacción fue unánime, que aquello era una trampa, que ellos conocían
sobradamente todos esos adjetivos. Les dejé protestar y me expliqué.
Sí,
los conocéis pero como no los utilizáis terminarán por desaparecer. Palabra que
no se usa, palabra que desaparece. Es una ley inexorable.
¿Alguien
sabe lo que significan redituar, renuente, elucidar, mancar, coadyuvar,
malcarado?
Los
bisnietos de bisnietos hablarán así “Tía tal si going a lanching out” “Nain
tron, ye sui polving cos I sobing que te cagas”.
NOTA
FINAL: La palabra mancar solo se utiliza y además, correctamente en el bable.
Yo la leí en una de las novelas de Miguel Delibes y me enteré que no era solo
una palabra asturiana.
Pepe Morán. Dominico-ex
jueves, 21 de mayo de 2015
miércoles, 20 de mayo de 2015
REDONDILLAS?
Retorno hoy con cautela,
huella corta, sigiloso,
obviando a don perezoso
que latente me camela.
Cuando se cuelgan entradas
del que relata en talento,
a la admiración me enfrento
poniendo fin a “gansadas”.
Hay un bloguero que es vate,
un ilustre es gran creador,
predomina un narrador
y un lírico del debate.
Un acreditado artista
se asoma con frecuencia
y con gran humor y ciencia
deleita cerebro y vista.
También son de cabecera
los que divulgan paisajes,
las costumbres y los viajes
del interior o de afuera.
Caminan la misma senda
los que hacen comentarios,
que enriquecen, necesarios,
dan ánimo y encomienda.
Un canto especial merece
el costumbrista de alzada
aunque ausente en temporada
con el “patxuezu” nos mece.
Los precedentes actores
lucen pluma y cualidades,
desarrollan sus bondades,
innatas, son portadores.
Bajo un cielo de sombrillas
anhelaba hacer sonetos;
no conseguí ni bocetos,
no pasé de redondillas.
A veces yo me interpelo
¿qué es eso de inspiración?
“yes de pala y picachón”
no tienes de musa un pelo.
martes, 19 de mayo de 2015
Un fin de semana en Alqueva
Texto: jrFRANCOS
Fotos: Pedro "el Bueno"
El último fin de semana de abril fue la fecha fijada.
El buen tiempo y la inactividad a que nos había sometido el invierno habían
creado la motivación suficiente para coger la furgoneta y los coches, cargarlos
con las piraguas y los trastes propios de la ocasión e irnos a Alqueva, el gran
embalse situado sobre el río Guadiana en el Alentejo (Portugal), quien
con sus 83 kilómetros de cola, (algunos de los cuales se adentran en territorio
español, en concreto hasta llegar a la altura de Olivenza) y sus 4.150 hm3 de
agua almacenada, con profundidades máximas de 152 metros, es el mayor
embalse de la Europa Occidental. Hora y media de viaje.
Una vez en sus
inmediaciones le damos un tiento a una tortilla de espárragos y a un trozo de
jamón ibérico de recebo que se pone sobre la improvisada mesa junto a la hogaza
de buen pao comprado en la vecina Mourao, corriendo el vinho tinto
con generosidad para entonar.
Ellos, jóvenes, rebosantes de energía
para quemar, se fueron dándole al remo por las inmensidades del lago hasta laaldeia da
Luz, donde tomaron café. Yo me quedé, hice aprovisionamiento de leña para la
candela de la noche y luego remé un poco por las inmediaciones.
La noche tuvo una primera parte buena.
Tertulia mientras se hacía la cena, con entremeses para animar; después,
la cena en sí (una exquisita menestra o parecido con abundante carne de oreja
de cerdo y morro) y la sobrecena, con licores y dulces caseros. De la dormida,
no me hables. A media noche comenzó a llover, se levantó un buen viento que se
llevó un plástico lateral de la improvisada tienda... En fin, que yo, que era
el más perjudicado por estar en un lateral, terminé, después de pronunciar un
"con lo bien que estaba yo en casa, quien carajo me habrá mandado venir
aquí...", metiéndome en la furgoneta y durmiendo algo ya de amanecida. Un
reconfortante desayuno, echándole humor a la esperpéntica noche pasada, puso
final a la aventura, pues el viento y la lluvia no cesaban con lo que
regresamos a casa.
Componentes de la
"expedición":
-Pedro "el Cura", 52 años,
profesor de instituto y cocinero.
-Antonio "Cande", 50 años,
formación profesional, mecánico y empresario.
-José Manuel "el Vera",
41 años, carpintero y escultor. Corredor de maratones.
-Igor "el Pamplonica", 43
años, ingeniero informático.
-Pedro "el Bueno", 29 años,
cerrajero y monitor de deportes de aventura.
-José "el Asturiano", maestro
de Primaria jubilado, aficionado a la escritura y a la fotografía. Deportista
de mantenimiento. ¿Y la edad?
¡Ah, la edad! Tengo una edad metabólica de 52 años, según el
estudio de una dietista. La otra... veo en el horizonte, a tres leguas,
los setenta.
Gastos por cabeza, incluido el
combustible, 14 euros.
Próximas citas: a primeros de junio, en
mi campito una barbacoa y practicar el esquivotaje (dar la vuelta en el agua y
salir) en la piscina. A finales de junio, tres día y dos noches (ya con buen
tiempo, en el "Hotel de las Estrellas") en las costas de Portimao (El
Algarve, Portugal), para despedir la temporada. Hasta el puente de la Virgen,
hacia el 8 de septiembre, en que reanudamos.
domingo, 17 de mayo de 2015
miércoles, 13 de mayo de 2015
PEQUEÑOS RECUERDOS (continuación)
Con la llegada al Paseo de la Florida
terminaba el relato anterior de mi primer viaje a Madrid.
Este
Paseo, donde estaba la Estación del Norte (también llamada Príncipe Pío) -hoy en
proceso de reconversión en centro comercial y de ocio- era paso
casi obligado de quienes partían o llegaban de Asturias. Varios bares
regentados por paisanos ofrecían tentadores bocadillos de filetes
empanados y tortilla. Estaban siempre llenos de asturianos que iban o venían. También de aquellos que sentían morriña y
acudían en busca de evocar vivencias comunes con alguno de la tierra.
En el Paseo de la Florida estaba, aunque
entonces no tenía remota idea de ello, y afortunadamente está, la ermita de San Antonio con los admirables frescos de Goya. En
torno a esa ermita se celebra, en la actualidad comercializada y venida a
menos, la popular verbena de
modistillas, y al lado se encuentra la popular Casa Mingo.
Al llegar nos esperaba Manolo, marido de mi
hermana Gela. Paco -no sin antes advertir que en el primer viaje después de Pascua me recogería para devolverme a Limés; ese era el compromiso adquirido con mi madre, y perder así solo los días imprescindibles de clase en Corias-
marchó a descargar para regresar a Cangas y continuar haciendo girar la
fatigosa noria del transporte de carbón.
Madrid, del que ya tenía forjada una idea a través de lo oído, además de visto en fotografías, películas o documentales, superó con creces las expectativas. Tal vez exagere y no fue exactamente
así, pero el recuerdo, pasado por el tamiz del tiempo transcurrido,
es ese. Hasta entonces mi referencia de ciudad era Cangas. En los fugaces
viajes a Oviedo o Gijón no había conseguido
captar lo que era una gran ciudad. Esa sensación la percibí cuando nos llevaron a pasear por la abigarrada colmena de gentes
diferentes que era y es la Gran Vía o por las descomunales, entonces me
parecían, dimensiones de la Castellana. (A pesar del empeño del Régimen de que fueran llamadas José Antonio y Generalísimo, eran y son conocidas así). La Castellana de entonces estaba flanqueada por numerosos
palacetes con recoletos y preciosos jardines, últimos
resistentes arrasados pocos años después por el
voraz desarrollismo para sustituirlos por frías torres de
hormigón y cristal.
En la Plaza de España se habían levantado los edificios más altos de todo el país: la esbelta Torre de Madrid y el orondo
Edificio España. Éste albergaba un lujoso hotel con una piscina en la terraza que
causaba sensación. En la actualidad, después de años sin uso, ha sido adquirido por un empresario chino y está en espera de que, con beneplácito del
Ayuntamiento pero amenaza judicial, le sean vaciadas las entrañas para, conservando solo
la fachada principal, ser transformado
en un gran centro de diversos usos. La burbuja del ladrillo vuelve a ser
inflada con los aires de la eterna especulación.
Sin embargo fueron otros edificios, como el
Palacio de Comunicaciones (Correos) en Cibeles -hoy sede del Ayuntamiento en
virtud de la megalomanía del alcalde Gallardón- ,los que más llamaron mi atención. Años después supe que esta edificación, al igual que el Círculo de Bellas Artes, Casino, Hospital
de Jornaleros de Maudes, y otras decenas de ellas desperdigadas desde Cuatro
Caminos hasta Atocha o desde Ventas a Princesa eran obra de Antonio Palacios.
Este brillante arquitecto fue artífice, su estilo marcó tendencia, de la transformación de Madrid
durante el primer tercio del siglo XX.
Muchos de estos edificios, sin nada que
envidiar a los renombrados de Viena o París, por
fortuna aún perviven y se pueden contemplar hoy al pasear por Madrid. Menos
suerte han tenido otras de sus creaciones; los templetes de acceso a las
estaciones de Metro de Sol y Red de San Luis fueron arrumbados hace décadas.
De aquellos días las imágenes que aún retengo se
asemejan a fotogramas en blanco, negro o
gris desteñidos por el tiempo transcurrido. Aunque alguno, como un flash,
todavía presenta sus perfiles con nitidez.
Al segundo día ya
comenzamos a aventurarnos y a realizar
exploraciones solos. Hacíamos como el Pulgarcito de Perrault, solo
que en lugar de dejar piedras por el camino memorizábamos el
nombre de las calles para asegurarnos el regreso. Un día, utilizando esa técnica, nos fuimos al final de Salamanca,
hasta Manuel Becerra. Regresamos por Diego de León y al
llegar al cruce de Serrano era avanzada la noche. No había tráfico y al cruzar esa calle me demoré en el
centro mirando, me parecía un inabarcable y fantasmal escenario
que por un lado descendía hasta María de Molina
antes de ascender y perderse por la Colonia del Viso mientras por el otro
descendía hasta donde alcanzaba la vista en busca de Goya y Puerta de
Alcalá. Decenas de farolas de luz fría arrancaban
destellos plateados al asfalto de la calzada. Percibí una rara sensación mezcla de vacío y soledad. Todavía hoy, cuando paso por ese lugar, me viene a la memoria aquella
impresión. Por cierto, ajena a que en ese lugar se encuentre la embajada
americana y, enfrente, la iglesia donde diariamente acudía a misa Carrero Blanco. En la parte posterior de esa iglesia,
calle de Claudio Coello, una bomba de ETA hizo volar al almirante recién salido de misa diez años después.
A lo largo de la vida se presentan
situaciones que parecen ya vividas, al menos así lo siento
en ocasiones. Treinta años después de aquella
noche en Serrano reviví la misma sensación al cruzar caminando, también a hora
tardía, el llamado Eje Monumental de Brasilia. Ni el entorno ni las
dimensiones tenían nada que ver, quizá éstas las vamos agrandando en paralelo
con la vida. Pero en aquellas
inmensidades oscuras jalonadas por espaciadas luces volvía a perder la mirada en el incierto horizonte del lago Paranoá, después de que
sobrevolara los edificios más famosos
proyectados por Niemeyer, y experimentaba similar impresión a la
de Serrano en1963.
Un fraile que había estudiado
en Corias, a la sazón obispo en la Amazonia, al regresar después de muchos años se ofreció a darnos
una interesante charla sobre esa remota zona americana. En ella resaltaba los
contrastes existentes entre Cangas y las tierras lejanas donde había vivido. Una de sus mayores sorpresas al regresar, contaba, fue
descubrir las dimensiones reales del río Narcea. De
sus tiempos de estudiante recordaba un río importante
y caudaloso; al regreso, acostumbrado a las dimensiones de los ríos amazónicos, le parecía casi un
regato.
Si no existiese el subjetivismo de las
querencias propias, que establece sus medidas íntimas y
personales, se podría decir que las dimensiones de las cosas vienen determinadas por
la amplitud de conocimientos de aquellos que las miden.
Procuraré no perder
el hilo y tirar del sedal para recuperar, asidos al ya herrumbroso anzuelo de
la memoria, otros recuerdos de aquella primera visita a Madrid.
Decía antes que
casi todas las imágenes eran en blanco, negro o gris. Sin embargo al escribir esto
comienzan a surgir algunas coloreadas. Aparece el verde de las añejas falsas acacias plantadas en
alcorques de paseos y calles. La primavera de aquel año debía venir adelantada y entre ese verde ya había florecido
el “pan y quesillo”. Tiempo después supe, según me contaron personas que vivieron la terrible época, que esa floración contribuyó a mitigar
la feroz hambruna madrileña de posguerra.
También aparece,
rodeando el estanque de aguas turbias y pequeñas barcas
pintadas de blanco y azul, la mancha verde del Retiro con sus gigantescos árboles, algunos ellos para mí hermosos
desconocidos. Allí, final del parque, en los Jardines de Cecilio Rodríguez, las rosas ya pugnaban por liberarse de la prisión de los capullos. Al lado estaba la Casa de Fieras con monos
chillones y revoltosos, infatigables en su foso. Además de aves exóticas, felinos y hasta un oso. Éstos
recluidos en pequeñas jaulas, como reos de una Inquisición medieval,
mostraban con su incesante ir y venir por el reducido espacio una devastadora
melancolía. Nunca he sido muy partidario de zoos, los animales salvajes
nacen para ser libres, y aquél especialmente me pareció más un lugar de tortura que de diversión. En la
actualidad el edificio principal alberga una biblioteca municipal.
Sin embargo los colores más vivos, quizá también más naíf, de aquellos días me llevan a cuando junto a los compañeros de viaje caminaba por una acera, no consigo situar la calle
ahora, flanqueada por un alto muro de ladrillo. El muro cercaba lo que debía ser colegio o residencia de monjas y estaba orlado por
abundantes y preciosos racimos de glicinias que colgaban sobre la acera. Entre
las glicinias y acodadas sobre el muro permanecían, supongo
que avizorando a los paseantes, tres o
cuatro muchachas de nuestra edad. Quedé mirando y
una de ellas, agraciada rubia de ojos azules, nos lanzó un piropo del estilo que se suele atribuir al ramo de la albañilería mientras las demás se reían. No sé si Luciano, él era el más “chispardeiro” de los tres, se lo devolvió junto algún otro requiebro. Yo temo que no logré evitar ponerme colorado antes de avivar el paso.
No fue ésta la única ocasión en la que me sacaron los colores
aquellos días. En los años sesenta la llamada procesión del Silencio, entonces una de las más
renombradas de Madrid, desfilaba por Gran Vía la
medianoche de Viernes Santo. Movidos más por
curiosidad folclórica que por fervor religioso mi cuñado y yo nos
acercarnos a ver su paso. Al llegar la multitud ocupaba ya las aceras, solo se
alcanzaba a ver algo por encima de cuatro o cinco filas de cabezas.
Los cofrades desfilaban ataviados con túnicas de severos colores y cubiertos por tétricos capirotes. Empuñaban humeantes cirios o hachones al
tiempo que la banda de música atronaba llenando la noche de notas
lúgubres.
Resultaba un espectáculo impactante, al menos para mí que solo
había visto algo parecido en el No-Do.
El problema surgió cuando un
tipo de mediana edad, vestido con elegancia y aspecto de extranjero, americano
o nórdico, comenzó a pegarse. Al principio pensé que le impedía la visión y me
desplazaba a izquierda o derecha, pero al ver que me seguía y no lograba distanciarme de él deduje que
su intención era otra que la de ver la procesión. En ocasiones
anteriores, y circunstancias diferentes que no vienen al caso, ya había tenido que zafarme de ese tipo de “aproximaciones”. Ante la incómoda situación propuse a
mi cuñado, él no se había percatado de nada, regresar a casa. El
individuo aún nos siguió un trecho por Hortaleza, lo vi al mirar
atrás. Mi cuñado también se giró y me preguntó que miraba, le dije que nada, pero el
perseguidor, supongo que temeroso al verme acompañado, dio la
vuelta de regreso a Gran Vía.
Más tarde comenté a mi cuñado cual era motivo por el que había querido
irme tan pronto a casa. Se puso furioso, le habría roto la
cara, decía, y aunque era más aguerrido verbal que de llegar a las
manos, no dudo que le hubiera montado un cirio. Con la perspectiva del tiempo
creo haber obrado bien al no involucrarle en aquella embarazosa situación.
Ésta peripecia,
partiendo del convencimiento actual de que la inmensa mayoría de personas, de cualquier orientación sexual, no
tenemos ese comportamiento parece nimia. No tanto si recordamos los abusos
sexuales perpetrados contra menores, en ocasiones por personas supuestamente
muy respetables, que con demasiada regularidad salen a la luz. Por fortuna para
mí aquello solo fue una anécdota más del viaje.
La mayor parte de las tardes de aquellos días transcurría en Kwai, el angosto y siempre lleno bar
de Costante. Todas las tardes, en ocasiones hasta avanzada la noche, se
celebraban allí
interminables partidas de dados organizadas por una
peña de la que mi cuñado era uno de los impulsores. La peña estaba compuesta por un nutrido grupo de asturianos, algunos
todavía estudiantes, que con el paso del tiempo desempeñaron altos cargos en el gobierno del Principado, en las más importantes empresas asturianas y en varias multinacionales. A
pesar que de nunca me gustó el juego (menos todavía las partidas de tute en el bar del pueblo donde todos parecían adivinar las cartas, recriminaban por echar la que consideraban
equivocada y arrojaban la suya con un golpe en la mesa que hacía retumbar los cimientos junto al más sonoro y
barroco cagamento) en Kuai comencé esos días a
familiarizarme con los dados, único juego que, una vez olvidado el
ajedrez, de tarde en tarde practico por requerir poco esfuerzo: solo lanzar los dados con más o menos gracia. Costante era de Piñera, pueblo
situado camino de Leitariegos y encima de Las Mestas. Por su personalidad
arrolladora era uno de los mejores embajadores de Cangas en Madrid. En una de
las paredes, bien visible, tenía un póster de grandes dimensiones con una vista de los
rascacielos de Manhattan y un rótulo: “Vista
parcial de Cangas del Narcea” En los ochenta Kwai se convirtió en uno de los templos de la “movida
madrileña”. Al caer la noche el local, también la acera,
se llenaba de tribu urbana, de actores y cantantes famosos en busca de los
explosivos cubatas que preparaba Costante. Si alguno se desmandaba, él, rondando los ochenta años, con su
vozarrón les ponía firmes. Por esa época cuando yo iba a casa de mi hermana que vivía enfrente, si intentaba pasar de largo por delante del bar, me
llamaba tronando: “Dónde va uno de Limés sin venir a verme”
Costante murió hace años y el local del Kwai hoy es una tienda.
Uno o dos días después del Domingo de Pascua, día en el que
había asistido a la proyección de Dulce pájaro de juventud, la película
desencadenante de estos recuerdos, llegó Paco con
otro cargamento de carbón y el momento regresar a Cangas. También el de poner fin a estos precarios recuerdos .
Dejaba atrás la sensación de haber conocido una mínima parte
de Madrid, y de esa parte solo el envoltorio sin penetrar en su interior.
Imagen que, como es lógico, cobra más fuerza hoy
después de vivir, salvo limitados periodos, cincuenta años en esta ciudad. No se trata de que en aquel viaje no visitara
museos, algo que sería obligatorio hoy - el Prado pude
visitarlo por primera vez después de llevar años en
Madrid. Tampoco las tan renombradas salas de fiestas, si bien, para mí baldón, por Casablanca, Micheleta, Pasapoga y otras me dejé caer antes que por el Prado. Más bien se
trata de otra percepción; si las ciudades, Madrid entre
ellas, tienen alma no es una sola, son
miles de almas cambiantes con cada época, por eso son laberintos
inextricables difíciles de conocer.
Al llegar a Limés y Corias
me dediqué a contar el viaje a los
amigos, supongo y temo que coloreado con los más peregrinos
adornos dictados por la imaginación, Eso sí, omitiendo
por pudor el “incidente” del Viernes Santo.
Para terminar, recordar y pedir disculpas a
Miguel Ángel, él, con acierto, recomendaba que las entradas ocuparan un folio, y ésta supera los tres. Y, como diría Gión con mucha más gracia que yo, “Ya con eso, alón”.
ulpiano rodríguez calvo.
martes, 12 de mayo de 2015
ELLOS LUCHAN POR HACERSE UN HUECO EN LA SOCIEDAD
Texto y fotos: jrFRANCOS
Jesús Carlos Rodríguez Romero, hijo de José Rodríguez Francos “jrFRANCOS” y de Francisca Romero Viosca (q. e. p. d.),
Síndrome de Down, 34 años, válido, gemelo de una hermana maestra de Primaria
con dos especialidades.
En las imágenes
aparece momentos antes de
iniciarse la prueba de atletismo de 1000 m del Campeonato de Extremadura, en el
pasado otoño.
Jesús Carlos
suele competir en atletismo (1000 m y relevos), en petanca y natación.
Precisamente en esta última disciplina se proclamó el pasado año subcampeón de España (ver reportaje, con foto
incluida, en www. hoylossantosdemaimona-Gente Cercana- ponéis su nombre y el título deportivo conseguido).
Saludos y Salud
sábado, 9 de mayo de 2015
martes, 5 de mayo de 2015
SOBRE SÍNDROMES, MUJERES Y MÚSICA
Respecto
del síndrome de Sthendal, al que yo aludía en mi último artículo, he consultado
con un amigo médico y me informa que los casos graves son muy raros. Hablamos
de casos en los que la persona pierde totalmente el contacto con la realidad
que le circunda y su cuerpo deja de responder. Ha habido casos en la historia,
y luego me referiré a alguno.
Los
casos leves son, por el contrario muy frecuentes. Se puede decir que, de algún
modo, todos hemos sido víctimas en alguna ocasión del impacto que nos provoca
algo extremadamente bello. La afección sobre la persona puede paralizarle desde
un minuto a varias horas.
Yo
estoy convencido de haberlo padecido en las siguientes ocasiones:
- - La
primera vez que leí “Los amores en el tiempo de cólera”.
- - También
la primera vez que oí la 9ª Sinfonía de Beethoven.
- - Cuando
vi por primera vez la película “El vampiro de Dusseldorf” de Fritz Lang.
- - El
día, no hace mucho, que vi la capilla románica de S. Felipe de Elines.
- - La
noche que asistí a la representación de “Yerma” de García Lorca interpretada
por Nuria Espert.
En
alguno de estos casos el impacto emocional que me produjo, me dejó inutilizado
durante horas.
Y
¿Nunca una mujer? Se preguntarán algunos maliciosos.
Pues
sí, una vez.
Fue
a principios de los 90. Teníamos en la Biblioteca, además de una magnífica
cafetería, un discreto rincón donde había dos máquinas de moneda. Allí
abrevábamos tanto el personal de la biblioteca como los investigadores que por
allí pululaban.
Cierto
día fui a tomarme un café y tenía la máquina ocupada por una señorita que no
había manera de que se aclarase con las monedas. Muy cortésmente me ofrecí a
pagar para solucionarle el asunto. Tuve que poner no sé cuánto de mi dinero y
tuvo su café. Con la gallardía de caballero español, me negué a la idea de que
tenía que devolverme algo. Invito yo. Nos sentamos para tomarlo y entonces
reparé en que era una belleza deslumbrante. Quedé como Sthendal.
Era
rusa. De Moscú. Tenía 23 años y estaba ya casada. Y estaba en Madrid con una
beca de seis meses para escribir una tesis sobre la novela picaresca del Siglo
de Oro. Que pasaba los días en la biblioteca y las noches…
Resulta
que antes de venir, un amigo español que trabajaba en la Embajada de España en
Moscú le facilitó varios números de teléfono de amigos suyos en Madrid por si
necesitaba algo.
Era
verano. Hacía un calor tórrido. La joven rusa, llamó a dos de los números.
Resultó que eran chicos de la más adinerada sociedad. Esos que los progres –con
una pizca de envidia– han dado en llamar “chicos pijos”. Mucho dinero, mucho
chalet con piscina, mucho descapotable.
La
afortunada moscovita nunca había probado tanto lujo. Estaba pasmada de ver y
formar parte de aquel mundo -para ella
fascinante– de la noche madrileña. Ni en sueños pudo imaginar que podía haber
un mundo tan fastuoso y divertido. Todos competían a ver quien la agasajaba
más, quién la deslumbraba más. Todos a sus pies.
Me
confesó que era lo mejor que había vivido en su vida. Lo más parecido a un paraíso en
este mundo.
Cuando
más entusiasmada estaba contándome lo maravilloso que era aquel verano para
ella, voy yo con mi nunca bien ponderada torpeza para comprender a las mujeres
y le digo: “Pena que tu marido estuviese aquí para disfrutar…”
Me
cortó, espantada.
“No,
no. Sería horrible. Había estropeado este verano”.
¡Pepe! ¿Cómo eres tan torpe y tan patoso? ¡Mira que citarle al marido en aquellas
circunstancias…!
Un
testimonio más de que, en lo relativo a las mujeres…soy un ignorante absoluto.
MÚSICA.
A
cuento del síndrome de Sthendal quiero aludir a un caso muy creíble. El
compositor alemán C.F Haendel vivió parte de su vida en Inglaterra. El monarca
inglés de la época le patrocinó gran parte de su producción musical.
Concretamente compuso para el rey dos obras famosas “Música acuática” y “Música
para fuegos de artificio”. Hacia el año 1741 Haendel estaba en plena
decadencia, tanto referido a su música, como en el aspecto personal. Enfermo,
desahuciado, sin fuerza ni inspiración para componer, al borde de ir a la
cárcel por sus dudas, desesperado. Pedía a Dios a diario “fuerzas” para seguir.
Y siguió.
“El
Mesías” una de las obras famosas de la música clásica. Y, más concretamente,
una parte de la obra, llamada ya para la eternidad “El Aleluya”, que
seguramente oísteis alguna vez en vuestra vida.
Cuando
se interpretó en Londres por primera vez, asistió el rey Jorge II. Al empezar
los primeros compases del Aleluya el rey se sintió arrebatado y fuera de sí, se
levantó, dio unos pasos y se detuvo, completamente extasiado. Todos los
cortesanos se pusieron en pie. Por imperativo del protocolo.
A
continuación todo el público se puso en
pie. Hasta el fin del Aleluya.
Desde
entonces, hasta hoy en Inglaterra, el público siempre se pone en pie para oír
el Aleluya de Haendel. Alguien ha dicho que el Aleluya de Haendel es lo más
próximo que ha tenido la humanidad con la divinidad.
El
que quiera recordar este himno solo tiene que poner, Aleluya de Haendel, en el
buscador de Google.
Pepe Morán. Dominico-ex
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